—No —dijo el Morlock con calma—. Entre otras cosas porque no tengo.

Nos apresuramos. Llegamos al bloque central de oficinas y nos lanzamos en busca del despacho de Wallis. Corrimos por las alfombras de los pasillos atravesando puertas con placas de metal. Las luces todavía funcionaban —supuse que el college tenía su propia fuente segura de energía— y la alfombra amortiguaba nuestras pisadas. Las puertas de algunas oficinas estaban abiertas y había muestras de una rápida huida: una taza de café tirada, un cigarrillo que ardía en un cenicero, papeles arrojados al suelo.

¡Era difícil creer que a unas pocas yardas había una masacre!

Llegamos a una puerta abierta; de ella salía un parpadeo azulado. Cuando llegamos al quicio, el único ocupante, Wallis, estaba sentado en el borde de la mesa.

—Oh… es usted. No estaba seguro de volver a verle. —Llevaba las gafas de alambre y una chaqueta de tweed con una corbata de lana; tenía puesta una de las charreteras y la máscara antigás estaba a su lado sobre la mesa; se preparaba para abandonar el edificio como el resto, pero se había distraído—. Éste es un asunto desesperado —dijo—. ¡Desesperado! —Nos miró más de cerca, como si nos viese por primera vez—. Buen Dios, ¡en qué estado vienen!

Entramos en la habitación y pude ver que el parpadeo azul provenía de la pantalla de una pequeña caja con la parte delantera de cristal. La pantalla mostraba una imagen de un trozo de río, supuestamente el Támesis, con detalles bastante granulosos.

Moses se inclinó, con las manos en las rodillas, para ver mejor el pequeño aparato.

—El foco es pobre —dijo—, pero es una novedad.

A pesar de la urgencia del momento, yo también estaba intrigado por el dispositivo.

Era evidentemente el aparato transmisor de imágenes que Filby había mencionado.

Wallis pulsó un interruptor de la mesa, y la imagen cambió; era igual en los detalles principales —el río, serpenteando por el paisaje-pero la luz era algo más brillante.

—Miren esto —dijo—. He estado viendo esta película una y otra vez desde que sucedió. No puedo creer lo que veo… Bien —dijo—, si nosotros podemos concebir cosas así, supongo que ellos también pueden.

—¿Quiénes? —preguntó Moses.

—Los alemanes, par supuesto. ¡Los malditos alemanes! Miren: esta imagen viene de una cámara fija en lo alto de la Bóveda. Estamos mirando al este, hacia Stepney, pueden ver la curva del río. Ahora: miren esto, ya viene…

Vimos una máquina voladora, negra y en forma de cruz, volando bajo sobre el río brillante. Venía del este.

—Saben, no es fácil bombardear una Bóveda —dijo Wallis—. Claro, precisamente de eso se trata. Todo el armatoste es albañilería, y se mantiene tanto por la gravedad como por el acero; cualquier grieta pequeña tiende a repararse a sí misma…

La máquina voladora arrojó un pequeño paquete al agua. La imagen era granulosa, pero el paquete tenía aspecto cilíndrico, y centelleaba a la luz como si girase al caer.

Wallis continuó.

—Los fragmentos de un disparo aéreo simplemente rebotarían en el hormigón. Incluso una bomba colocada, de alguna forma, directamente contra la pared de la Bóveda no le causaría ningún daño, en condiciones ordinarias, porque la mayor parte de la explosión se produce hacia el aire, ¿entienden?

»Pero hay una forma. ¡Lo sabía! La rota-mina, o torpedo de superficie… Yo mismo escribí una propuesta, pero no llegó a mucho, y no me quedaba demasiada fuerza, no si además tenía que ocuparme de la DGCron… Donde la Bóveda se encuentra con el río, ven, el caparazón se extiende bajo la superficie del agua. El propósito es rechazar ataques de sumergibles y similares. Estructuralmente el conjunto es como una presa.

»Ahora, si se coloca una bomba contra la parte de la Bóveda bajo el agua… —Wallis estiró sus grandes manos para mostrarlo—. Entonces el agua ayuda, contiene la explosión y dirige la energía hacia dentro, hacia la estructura de la Bóveda.

En la pantalla, el paquete —la bomba alemana— golpeó el agua.

Y rebotó, en medio de una niebla de espuma plateada, y saltó sobre la superficie del agua hacia la Bóveda. La máquina voladora se echó a la derecha y se alejó, con gracia, dejando la rota-mina correr hacia la Bóveda en sucesivos arcos parabólicos.

—¿Pero cómo se envía una bomba con precisión a un lugar tan inaccesible? —reflexionó Wallis—. No puedes limitarte a dejarla caer. Acabaría en cualquier sitio… Si tiras una mina desde una altura modesta de, digamos, quince mil pies, un viento de sólo diez millas por hora producirá una desviación de doscientas yardas.

Pero entonces se me ocurrió —dijo—. Dale algo de giro y la bomba botará en el agua; uno puede deducir las leyes del rebote con un poco de experimentación y conseguir bastante precisión… ¿Les he contado mis experimentos caseros con las canicas de mi hija?

»La mina se acerca rebotando hasta la base de la Bóveda, y luego se desplaza por su cara, bajo el agua, hasta que alcanza la profundidad deseada… Y ya está. ¡Un blanco perfecto! —Sonrió, y con su pelo blanco y las gafas desiguales parecía un anciano familiar.

Moses se acercó aún más a la imagen imprecisa.

—Pero esta bomba parece que va a fallar… Su rebote la dejará con seguridad sin… ah.

Ahora un hálito de humo, blanco brillante incluso en la pobre imagen, salió de la parte de atrás de la rota-mina. La bomba saltó sobre el agua como si estuviese revigorizada.

Wallis sonrió.

—Esos alemanes, los acabas admirando. Ni siquiera yo había pensado en ese pequeño toque…

La rota-mina, con el motor todavía encendido, pasó bajo la curva de la Bóveda y desapareció de la imagen. Luego la imagen tembló y la pantalla se llenó de luz azul informe.

Barnes Wallis suspiró.

—¡Parece que nos la han hecho!

—¿Qué pasa con el bombardeo alemán? —preguntó Moses.

—¿Los cañones? —Wallis apenas parecía interesado—. Probablemente cañones ligeros de ciento cinco milímetros, lanzados en paracaídas. Todo por delante de la invasión por mar y aire que vendrá a continuación, sin duda. —Se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas con la punta de la corbata—. Todavía no han acabado con nosotros. Pero éste es un asunto desesperado. Muy malo…

—Doctor Wallis —dije—, ¿qué hay de Gödel?

—¿Hummm? ¿Quién? —Me miró con ojos fatigados y ojerosos—. Oh, Gödel. ¿Qué pasa con él?

—¿Está aquí?

—Sí, supongo que sí. En su oficina.

Moses y Nebogipfel se dirigieron a la puerta; Moses me indicó con urgencia que debía seguirles. Levanté la mano.

—Doctor Wallis, ¿viene con nosotros?

—¿Para qué?

—Puede que nos detengan antes de encontrar a Gödel. Debemos llegar hasta él.

Rió y se volvió a colocar las gafas.

—Oh, no creo que la seguridad importe ya demasiado. ¿No cree? De cualquier forma, tome. —Se llevó la mano a la solapa y se quitó la insignia numerada que llevaba—. Tome esto… diga que yo le he autorizado… si se encuentra con alguien lo bastante loco para estar en su puesto.

—Se sorprendería —le dije sinceramente.

—¿Hum?

Se volvió hacia el aparato de televisión. Ahora mostraba un conjunto caótico de escenas, claramente tomadas por diversas cámaras en la Bóveda: vi máquinas voladoras elevarse en el aire como mosquitos negros, y tapaderas en el suelo que se retiraban para mostrar máquinas Juggernaut que se afanaban sobre la tierra, escupiendo humo, para colocarse en una línea que se extendía, o eso me parecía, desde Leytonstone hasta Bromley. Aquella gran horda avanzaba, rompiendo la tierra, para enfrentarse a los invasores alemanes. Pero entonces Wallis pulsó un botón, y aquellos fragmentos del Armagedón desaparecieron, y volvió a poner la grabación de la rota-mina.

—Un asunto desesperado —dijo—. ¡Podíamos haberla tenido primero! Pero qué desarrollo tan maravilloso… ni siquiera estaba seguro de que pudiese hacerse. —Su vista seguía clavada en la pantalla, los ojos ocultos por el parpadeo insensato de la imágenes.

Y así lo dejé; sentí un extraño impulso de piedad y cerré la puerta de su oficina con suavidad.

15. EL COCHE DEL TIEMPO

Kurt Gödel estaba de pie frente a la ventana sin cortinas de su oficina, con los brazos cruzados.

—Al menos, todavía no ha llegado el gas —dijo sin preámbulos—. Una vez vi el resultado de un ataque con gas. Resulta que fue lanzado por bombarderos ingleses sobre Berlín. Vino por Unter den Linden y por Sieges Allee, y allí me lo encontré… ¡qué indignidad! El cuerpo se corrompe con tal rapidez… —Se volvió y me sonrió con tristeza—. El gas es muy democrático, ¿no cree?

Me acerqué a él.

—Profesor Gödel. Por favor… Sabemos que tiene plattnerita. La vi.

Como respuesta, caminó con rapidez hacia un armario. Pasó a menos de tres pies de Nebogipfel, y Gödel apenas le prestó atención. De todos los hombres que había conocido en 1938, Gödel era el que demostró la reacción más fría hacia el Morlock. Gödel cogió un frasco de vidrio del armario; contenía una sustancia de brillo verde que parecía retener la luz.

Moses gritó:

¡Plattnerita!

—Exacto. Sorprendentemente fácil de sintetizar a partir del carolinio, si se conoce la receta y se tiene acceso a una pila de fisión para irradiarlo. —Tenía aspecto malicioso—. Quería que la viese —me dijo—; esperaba que la reconociese. Me resulta agradablemente fácil retorcerle las narices a esos pomposos ingleses, con sus juntas directivas de esto y aquello, ¡que no podrían reconocer un tesoro bajo sus propias narices! Y ahora será su billete para salir de este valle de lágrimas, ¿no?

—Así lo espero —dije fervoroso—. Oh, así lo espero.

—Entonces, ¡vengan! —gritó—. Al taller de VDT. —Sostuvo la plattnerita en alto como un faro y nos guió fuera de la oficina.

Una vez más penetramos en el laberinto de corredores de hormigón. Wallis tenía razón: todos los guardias habían abandonado sus puestos y, aunque nos encontramos con uno o dos científicos de bata blanca o técnicos que corrían por los pasillos, no hubo ningún intento de detenernos o preguntarnos adónde íbamos.

Luego —¡booom!—, un nuevo impacto.

La luz eléctrica se apagó, y el pasillo se estremeció tirándome al suelo. Mi rostro chocó con el polvo; sentí la sangre que me manaba de la nariz —mi cara debía de ser un buen espectáculo— y noté un cuerpo ligero, creo que el de Nebogipfel, apoyado en mi pierna.

El estremecimiento sólo duró unos pocos segundo. La luces no volvieron.

Tuve un ataque de tos, ya que el aire estaba lleno de polvo de hormigón, y sufrí los restos de mi viejo terror a la oscuridad. Luego oí el silbido de una cerilla —tuve una visión fugaz de la cara redonda de Moses— y vi que encendía una vela. Levantó la vela, protegiendo la llama con la mano, y la luz amarillenta se extendió por el pasillo. Me sonrió.

—Perdí la mochila, pero tuve la precaución de poner algunos de los suministros en los bolsillos —dijo.

Gödel se puso en pie, con un poco de rigidez; protegía (lo vi con gratitud) la plattnerita contra el pecho, y el frasco estaba intacto.

—Creo que ése ha caído en el college. Podemos dar gracias por estar vivos; las paredes podrían habernos sepultado.

Continuamos por los corredores oscuros. En dos ocasiones paredes caídas nos impidieron el paso, pero con algo de esfuerzo trepamos por encima. Para entonces, ya estaba desorientado y perdido; pero Gödel —podía verle delante de mí, con el frasco de plattnerita brillándole bajo el brazo— seguía su marcha con confianza.

En unos pocos minutos llegamos al anexo que Wallis había llamado División de Desarrollo de VDT. Moses levantó la vela, y la luz brilló tenue en el gran taller. Exceptuando la falta de luces, y una grieta diagonal y elaborada que recorría el techo, el taller estaba tal y como lo recordaba. Piezas de motores, ruedas de repuesto, latas de aceite y combustible, trapos y monos —todos los elementos de un taller— cubrían el suelo. Las cadenas colgaban de poleas sujetas al techo y proyectaban sombras largas y complejas. En el centro del suelo vi una taza de té a medio beber, aparentemente la habían dejado con gran cuidado, con una capa delgada de polvo de hormigón que cubría la superficie del líquido.

El coche del tiempo casi terminado estaba en medio del suelo y el acabado metálico brillaba a la luz de la vela de Moses. Moses se acercó al vehículo y recorrió su carrocería con la mano.

—¿Y esto es?

Sonreí.

—El punto culminante de la tecnología de los años treinta. Un «transporte universal», creo que así lo llamó Wallis.

—Bueno —dijo Moses—, no es un diseño muy elegante.

—No creo que pretendiesen ser elegantes —dije—. Es un arma de guerra, no de placer, de exploración o científica.

Gödel se acercó al coche del tiempo, puso el frasco de plattnerita en el suelo e intentó abrir uno de los depósitos de acero unidos a la carrocería del vehículo. Enrolló la mano alrededor de la tapa y gruñó por el esfuerzo, pero no pudo abrirla. Se echó atrás jadeando.

—Debemos cebar la carrocería con plattnerita —dijo—. 0…

Moses puso la vela en un estante y rebuscó en la pila de herramientas y apareció con una enorme llave inglesa.

—Veamos —dijo—. Déjeme probar con esto. —Puso la llave en la tapa y con poco esfuerzo la abrió.


Gödel cogió el frasco de plattnerita y vació un poco en el depósito. Moses se paseó alrededor del coche del tiempo aflojando las tapas del resto de los depósitos. Yo fui a la parte trasera del vehículo, donde me encontré con una puerta sujeta por un cierre de metal. Quité la barra, doblé la puerta hacia el interior y entré en la cabina. Había dos asientos de madera, cada uno lo bastante grande para dos o tres personas, y un asiento individual para el conductor frente a dos pequeños ventanucos rectangulares. Me senté en el asiento del conductor.

Frente a mí sólo tenía un volante —lo agarré con las manos— y un pequeño panel de control, lleno de indicadores, interruptores, palancas y botones; había más palancas cerca del suelo, evidentemente había que manejarlas con los pies. Los controles tenían un aspecto primario sin terminar; los indicadores e interruptores carecían de cualquier indicación, y los cables y las palancas de la transmisión mecánica sobresalían de la parte de atrás del panel.

Nebogipfel se me unió en la cabina, y miró por encima de mis hombros; el fuerte olor del Morlock era casi insoportable en aquel espacio cerrado. Por las ventanas veía a Gödel y Moses rellenando los depósitos.

Gödel dijo algo:

—¿Comprende el principio del VDT? Por supuesto, el diseño es exclusivo de Wallis, no he participado demasiado en su construcción…

Acerqué la cara a los ventanucos.

—Estoy en los controles —dije—. Pero no están marcados. Y no puedo ver nada que se parezca a un indicador cronométrico.