Gödel seguía rellenando cuidadosamente los depósitos y no levantó la vista.
—Sospecho que todavía no han instalado comodidades como indicadores cronométricos. Después de todo, éste es un vehículo de prueba incompleto. ¿Le molesta?
—He de admitir que no me agrada demasiado perder mi sentido de la posición en el tiempo —dije—, pero… no… apenas tiene importancia… ¡siempre se puede preguntar a los nativos!
—El principio del VDT es muy simple —dijo Gödel—. La plattnerita se extiende por la subestructura del vehículo a través de un sistema de capilares. Forma algo similar a un circuito… Cuando cierre el circuito, viajará en el tiempo. ¿Lo entiende? La mayor parte de los controles que tiene están relacionados con el motor de gasolina, la transmisión, y otros; ya que el vehículo es también un eficiente coche a motor. Pero para cerrar el circuito temporal hay un botón azul en el salpicadero. ¿Lo ve?
—Lo tengo.
Moses ya había colocado la mayoría de las tapas de los depósitos,
y dio la vuelta al vehículo para dirigirse a la puerta de atrás. Se metió dentro y colocó la llave inglesa en el suelo. Golpeó las paredes interiores con el puño.
—Una construcción buena y fuerte —dijo.
—Creo que estamos listos para partir —dije yo.
—¿Pero a dónde… a cuándo… vamos?
—¿Importa eso? A cualquier sitio lejos de aquí… eso es lo único importante. Al pasado para intentar arreglar las cosas.
»Moses, hemos acabado con el siglo veinte. Ahora debemos dar otro salto en la oscuridad. ¡Nuestras aventuras todavía no han terminado!
Su mueca de confusión desapareció, y vi que una determinación temeraria tomaba su lugar; apretó la mandíbula.
—Entonces, ¡que así sea, o al infierno!
—Creo que puede que así sea —dijo Nebogipfel.
—Profesor Gödel, suba al coche —grité.
—Oh, no —dijo, y puso las manos frente a él—. Mi lugar está aquí.
Moses se adelantó.
—Pero las paredes de Londres se están desmoronado a nuestro alrededor. Los cañones alemanes están a unas pocas millas. ¡Éste está lejos de ser un lugar seguro, profesor!
—Oh, les envidio, por supuesto —dijo Gödel—. Dejar este mundo desgraciado con su desgraciada guerra…
—Entonces venga con nosotros —dije—. Busque el Mundo Final del que me habló…
—Tengo mujer —dijo. Su rostro era una mancha pálida a la luz de la vela.
—¿Dónde está?
—La perdí. No pudimos huir juntos. Supongo que está en Viena… No puedo imaginar que la dañasen, o la castigasen por mi huida.
Había una pregunta en sus palabras, y comprendí que aquel hombre perfectamente lógico me estaba pidiendo, en el momento más extremo, que le diese la seguridad más ilógica.
—No —dije—,estoy seguro de que ella…
Pero nunca acabé la frase, ya que —sin ni siquiera un silbido de advertencia en el aire— otro proyectil cayó, ¡y aquél fue el más cercano de todos!
Como un trozo de tiempo congelado, el último parpadeo de la vela me mostró el derrumbe de la pared oriental del taller. Simplemente eso; pasó de ser una superficie plana y suave a convertirse en una nube de fragmentos y polvo en un latido.
Luego caíamos en las tinieblas.
El coche tembló.
—¡Abajo! —gritó Moses.
Yo me escondí y una lluvia de pedruscos, bastante letal, golpeó la parte exterior del coche del tiempo.
Nebogipfel se adelantó; podía sentir su olor. Me agarró el hombro con una mano suave.
—Cierre el circuito —dijo.
Miré por los ventanucos hacia, por supuesto, la oscuridad más absoluta.
—¿Qué hay de Gödel? —grité—. ¡Profesor!
No hubo respuesta. Oí un crujido, bastante ominoso, que venía de arriba, y hubo un ruido de más fragmentos que caían.
—Cierre el circuito —dijo urgente Nebogipfel—. ¿No lo oye? El techo se desmorona. ¡Moriremos aplastados!
—Iré a buscarlo —dijo Moses. Oí, en la más absoluta oscuridad, cómo las botas golpeaban el coche al intentar salir por la parte de atrás de la cabina—. Está bien, tengo más velas… —Su voz se desvaneció al llegar a la parte de atrás, y oí sus pasos sobre el suelo cubierto de escombros …
Y entonces hubo un crujido inmenso, como un jadeo grotesco, y un torrente que venía de arriba. Moses gritó.
Me giré con la intención de salir de la cabina en busca de Moses y sentí la mordedura de unos pequeños dientes en la parte de atrás de la mano. ¡Dientes de Morlock!
En aquel instante, con la muerte tan cerca de mí, e inmerso una vez más en la oscuridad primordial, la presencia del Morlock, sus dientes hundidos en mi carne, el roce de su pelo contra mi piel, ¡todo era demasiado! Grité y golpeé con el puño el blando rostro del Morlock.
Pero no gritó; incluso mientras le golpeaba sentía cómo intentaba llegar al salpicadero.
La oscuridad cayó sobre mis ojos —el rugido del hormigón que se desplomaba se redujo al silencio— y me encontré nuevamente cayendo en la luz grisácea del viaje en el tiempo.
El coche del tiempo se balanceaba.
Intenté subirme al asiento, pero me caí al suelo y me golpeé cabeza y hombros contra uno de los bancos de madera. La mano me dolía por el mordisco del Morlock.
Una luz blanca llenó la cabina, echándose sobre nosotros en una explosión silenciosa.
Oí gritar al Morlock. Mi visión era borrosa, dificultada por los pelos ensangrentados de mis mejillas y cejas. Por la puerta trasera y los ventanucos un brillo pálido y uniforme penetró en la cabina; al principio parpadeé, pero pronto se estabilizó en un brillo grisáceo. Me pregunté si había habido una nueva catástrofe: quizás el taller hubiese sido arrasado por las llamas…
Pero pronto comprendí que la luz era demasiado estable y neutral para eso. Comprendí que ya habíamos avanzado mucho más allá del laboratorio bélico.
El brillo era, por supuesto, luz diurna, convertida en monótona y aburrida por la superposición, demasiado rápida para seguirla con el ojo humano, de días y noches. Habíamos caído ciertamente en el tiempo. El coche —aunque tosco y poco equilibrado— operaba correctamente. No sabía si caíamos al pasado o al futuro, pero el coche ya nos había llevado a un periodo más allá de la existencia de la Bóveda de Londres.
Me apoyé con las manos e intenté levantarme, pero tenía sangre —mía o del Morlock— en las palmas y resbalé. Volví a chocar con el suelo duro, y me golpeé de nuevo la cabeza con el banco.
Caí en una profunda fatiga. El dolor de mis actividades durante el bombardeo, contenido por la carrera en la que me había visto envuelto, cayó vengativamente sobre mí. Dejé descansar la cabeza sobre el suelo de metal y cerré los ojos.
—De qué sirve, ¿eh? —pregunté sin dirigirme a nadie en particular.
Moses había muerto… perdido, con el profesor Gödel, bajo toneladas de escombros en un laboratorio destruido. No tenía ni idea si el Morlock estaba vivo o muerto; tampoco me preocupaba. Que el coche del tiempo me llevase al pasado o al futuro; que viajase por siempre, ¡hasta que se estrellase contra los muros del Infinito y la Eternidad! Que ése fuera el fin. Ya no podía hacer más.
—No merezco ni la vela —murmuré—. No merezco ni la vela…
Creí sentir unas manos suaves sobre las mías, el roce del pelo contra la cara; pero protesté, y —con las fuerzas que me quedaban aparté las manos.
Me hundí en una profunda oscuridad sin sueños.
Me despertó un fuerte zarandeo.
Me golpeé contra el suelo de la cabina. Tenía algo blando bajo la cabeza, pero se desplazó, y me golpeé el cráneo contra la esquina dura de uno de los bancos. Aquella nueva lluvia de dolor me devolvió la conciencia, y, con desgana, me senté.
La cabeza me dolía por todas partes y sentía el cuerpo como si hubiese sufrido un duro combate de boxeo. Pero, paradójicamente, me sentía con mejor humor. Todavía tenía la muerte de Moses en la cabeza —un suceso importante al que algún día tendría que enfrentarme—, pero después de esos momentos de bendita inconsciencia podía mirar más allá, como uno puede apartarse de la cegadora luz del sol y ver otras cosas.
La nebulosa mezcla perlífera de día y noche todavía llenaba el interior del coche. Sorprendentemente hacía frío; temblaba, y la respiración se convertía en vapor frente a mi cara. Nebogipfel estaba sentado en el asiento del conductor dándome la espalda. Con los dedos blancos comprobaba los instrumentos del rudimentario salpicadero y seguía los cables que colgaban de la parte de atrás.
Me puse en pie. El tambaleo del coche y el castigo que había sufrido en 1938 me impedían mantener el equilibrio; para sostenerme tuve que agarrarme al interior de la cabina, y descubrí que el metal estaba helado. El elemento blando que había hecho de almohada era la chaqueta del Morlock. La doblé y la coloqué sobre un banco. También vi, arrojada en el suelo, la herramienta pesada que Moses había utilizado para abrir los depósitos de plattnerita. La levanté con la punta de los dedos; estaba llena de sangre.
Todavía llevaba las charreteras; asqueado por aquellas piezas de armadura, me las arranqué y las arrojé al suelo.
AL oírlo, Nebogipfel me miró, y vi que sus gafas azules estaban partidas en dos, y que uno de los enormes ojos era una masa de sangre y carne desgarrada.
—Prepárese —dijo severo.
—¿Para qué? Yo…
Y la cabina se hundió en la oscuridad.
Me incliné hacia delante y casi me caigo de nuevo. Un frío intenso eliminó el calor residual de la cabina y de mi sangre; la cabeza me palpitaba de nuevo. Me cubrí el pecho con los brazos.
—¿Qué le ha pasado a la luz del día?
La voz del Morlock parecía casi cruel en la oscuridad.
—Durará sólo unos segundos. Debemos aguantar…
Y con la misma rapidez con que había llegado, la oscuridad desapareció, y la luz grisácea inundó nuevamente la cabina. El frío cortante se redujo, pero yo todavía temblaba violentamente. Me arrodillé en el suelo al lado de Nebogipfel.
—¿Qué sucede? ¿Qué ha sido eso?
—Hielo —dijo—. Viajamos a través de una era de glaciaciones periódicas; los glaciares bajan del norte y cubren el mundo, atrapándonos a nosotros en el proceso, y luego se funden. En ocasiones, me atrevo a decir, debe de haber hasta cien pies de hielo sobre nosotros.
Miré por los ventanucos de la parte delantera del coche. Vi el valle del Támesis convertido en una tundra sólo ocupada por hierba resistente, manchas de radiantes brezos púrpura y escasos árboles; estos últimos recorrían su ciclo anual demasiado rápido para seguirlo, pero me parecía que pertenecían a las variedades más resistentes: robles, sauces, álamos, olmos, espinas. No había ni rastro de Londres: ni siquiera podía apreciar los fantasmas de los efímeros edificios, y no había señales del hombre en todo aquel paisaje gris, ni tampoco de vida animal. Ni siquiera la forma del paisaje, las colinas y los valles me era familiar, al haber sido transformada una y otra vez por los glaciares.
Y ahora —lo vi llegar en un breve fogonazo de brillo blanco, antes de que nos alcanzara— el gran hielo apareció de nuevo. En la oscuridad, maldije y me metí las manos en los sobacos; tenía insensibles los dedos de manos y pies, y comencé a temer la congelación. Cuando los glaciares se retiraron una vez más, dejaron un paisaje habitado por la misma variedad de plantas resistentes, por lo que podía ver, pero con los contornos alterados: evidentemente, los intervalos de hielo rehacían el paisaje, aunque no podía saber si avanzábamos hacia el pasado o el futuro. Observé cantos rodados mas grandes que un hombre que parecían migrar por el paisaje, deslizándose y desviándose; era evidentemente un extraño efecto de la erosión del paisaje.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—No demasiado. Quizás unos treinta minutos.
—¿Y el coche nos lleva al futuro?
—Vamos hacia el pasado —dijo el Morlock. Volvió el rostro hacia mí, y vi que sus graciosos movimientos habían quedado reducidos a gestos bruscos por la paliza que le había dado—. Estoy bastante seguro. Vi fragmentos de la recesión de Londres, al volver a sus orígenes históricos… Del intervalo entre glaciaciones, yo diría que viajamos a unos diez mil años por minuto.
—Quizá deberíamos pensar en la forma de detener el impetuoso viaje del coche en el tiempo. Si encontramos una época uniforme…
—Creo que no tenemos forma de detener el viaje del coche.
—¿Qué?
El Morlock extendió las manos —el pelo de la parte de atrás estaba cubierto de una ligera capa de escarcha— y nos hundimos nuevamente en el oscuro sepulcro de hielo, mientras su voz flotaba en las tinieblas.
—Éste es un vehículo de prueba tosco e incompleto. La mayoría de los controles e indicadores está desconectada; los que tienen conexiones en su mayoría no parecen operativos. Incluso si supiésemos cómo alterar su funcionamiento sin dañar el vehículo, no veo la forma de salir de la cabina y alcanzar su mecanismo interior.
Otra vez salimos del hielo a la tundra remodelada. Nebogipfel miró el paisaje fascinado.
—Piénselo: los fiordos de Escandinavia todavía no se han formado, y los lagos de Europa y Norteamérica, producto del hielo fundido, son fantasmas del futuro.
»Ya hemos superado el amanecer de la historia humana. En África podríamos encontrar razas de australopitecos, algunas torpes, otras gráciles, algunas carnívoras, pero todas con postura bípeda y características simiescas: un cráneo pequeño y grandes mandíbulas y dientes.
Una soledad grande y fría cayó sobre mí. Ya antes me había perdido en el tiempo, pero nunca, pensé, ¡había sentido una soledad tan intensa!
¿Sería cierto —podía ser cierto— que Nebogipfel y yo, en el dañado coche del tiempo, fuésemos la única llama de la inteligencia en todo el planeta?
—Así que estamos fuera de control —dije—. Podríamos no detenernos hasta alcanzar el principio del tiempo…
—Dudo que lleguemos a eso —dijo Nebogipfel—. La plattnerita debe de tener una capacidad finita. No puede llevarnos al pasado eternamente, debe agotarse. Recemos porque eso suceda antes de que pasemos por el Ordovícico y el Cámbrico, antes de una época en que no haya oxígeno para sobrevivir.
—Una perspectiva alegre —dije—. Y supongo que las cosas podrían ser peor.
—¿Cómo?
Estiré las piernas y me senté en el suelo frío.
—No tenemos provisiones de ningún tipo. Ni agua ni comida. Y ambos estamos heridos. ¡Ni siquiera tenemos ropa de abrigo! ¿Cuánto tiempo podremos sobrevivir en esta helada nave del tiempo! ¿Unos días? ¿Menos?
Nebogipfel no contestó.
No soy un hombre que se rinda con facilidad al destino, e invertí algo de esfuerzo en estudiar los controles y cables del vehículo. Pronto descubrí que tenía razón —no había forma de poder convertir aquel montón de componentes en un vehículo controlable— y mis energías, ya de por sí reducidas, se agotaron pronto. Volví a una cierta apatía.
Atravesamos una vez más una glaciación breve y brutal; y luego penetramos en un invierno largo y desolado. Las estaciones todavía traían hielo y nieve sobre la Tierra, pero la época del hielo permanente pertenecía ahora al futuro. Vi pocos cambios en la naturaleza del paisaje, milenios sobre milenios: quizás había un lento enriquecimiento en la textura de la masa de verde que cubría las colinas. Un cráneo inmenso —me recordó al de un elefante— apareció en el suelo no lejos del coche, blanco, pelado y roto. Permaneció lo suficiente para adivinar su forma, un segundo o así, antes de desvanecerse tan rápido como había aparecido.